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La nena está muerta. La han encontrado al detonar el día, en el parque. Llevaba puesto el vestido blanco con estampado de flores azules, aunque nunca has sabido bien si era al revés, si lo que era azul era el vestido o si las que eran blancas eran las flores. Llevaba puestos los zapatos de tacos altos de charol que le hacían daño; le rozaban el talón pero le daba igual. Se los regalaste por su cumpleaños. Te insistió, «Ya soy una mujer, quiero esos zapatos, los de tacos altos». Te insistió como lo hacen las niñas caprichosas, con todo tipo de chantajes, y cediste; se los compraste sin que te importara que su padre pusiera mala cara, que la abuela dijera que eran de puta. La abuela: «La niña parece una loca con esa pinta, nomás le falta mostrar la hendija.» También llevaba las uñas hechas y los labios pintados de melocotón. El carmín aún olía al llegar el forense, pero no a fruta, sino a golosina. Ese debió de ser su último acto en vida, convertirlos en confitura para su amante, en caramelo para su verdugo. A pesar de que sus ojos estaban abiertos, ya no veían la nube abandonada en la inmensidad del cielo ralo. Su soledad era unánime. La de esa pequeña nube blanca. La de la nena tirada en el suelo del parque. El sanitario [treinta, estaba de guardia, llevaba casi veinticuatro horas despierto] que le ha buscado el pulso al llegar apenas se ha atrevido a rozarle la piel de la muñeca, cerca del tatuaje que simula el ojal de una cerradura. Era la primera vez que veía el cadáver de una niña y ha tenido miedo de perturbar la ligereza de su sueño. La confirmación del forense, en cambio, ha sido áspera. No ha temido despertarla; sabe que la niña no duerme, sabe que está muerta, tanto como sabe desde hace tiempo que lo verdaderamente frágil en este mundo es la vida. Ha sido su aliento a café con leche el que ha emitido la sentencia. FORENSE: «Está muerta.» Ha comenzado entonces la rutina legal, una coreografía eficaz, un baile reglado de pasos, de gestos precisos, de piruetas medidas. Ha bailado la policía alrededor del cuerpo; han bailado la jueza y el secretario al llegar [a ella, treinta y dos, le gusta el Nightclub two step; a él, cincuenta, el Lindy hop]; ha bailado el forense mientras varios curiosos observaban acodados en la barra. Hasta que los de la funeraria han metido el cuerpo dentro de una bolsa de plástico, lo han cargado en la parte posterior de una furgoneta y lo han trasladado al Anatómico Forense. Allí es donde has ido con tu marido tras recibir la llamada que te ha roto el sueño. Te habías dormido en el sofá con la ropa puesta. Te has desnudado a toda prisa, has colgado el vestido azul en el armario, te has cambiado la ropa interior, te has pasado agua por la cara, el sexo y los sobacos y te has recogido el pelo. Ni siquiera te has fijado en la mañana al salir, en lo claro del día, en el sol ya desperezado, en esa nube blanca abandonada en mitad del cielo ralo. El taxista [cincuenta, calvo, hace tiempo que no ama a su mujer, ella tampoco lo quiere, se aguantan, aunque eso no importa para esta historia] os ha mirado por el espejo interior nada más ponerse en marcha. Os ha vuelto a mirar al rato para asegurarse: era la primera vez que llevaba a dos muertos. Viajas en el asiento trasero, pero vas dentro de la bolsa con la nena y no puedes dejar de pensar en que es de plástico [poricloruro de vinilo], del mismo plástico que los cientos de envases que ves cada día en el supermercado; envases que sirven para alojarlo todo, leche, yogures, fruta, verduras, comida preparada. Para empaquetar la muerte. «La nena va dentro de un recipiente de plástico», te has dicho. Lo sabes porque lo has visto en televisión, en las películas; a los muertos se los mete en una bolsa de plástico negro y se los carga en la parte trasera de una furgoneta de reparto. Carne muerta. Ya está. Eres nada. Al fin nadie. La nena está muerta. La nena va dentro de una bolsa de plástico negro. Al llegar, un hombre que se ha identificado como policía [no iba de uniforme, siempre te han dado miedo los uniformes, su impunidad] os ha conducido por un pasillo viejo, también te ha parecido sórdido; las paredes estaban ajadas y el suelo de linóleo arañado por el paso de decenas de camillas sobre las que han transportado a otros tantos muertos, otros cuerpos metidos en otras bolsas de plástico; otros hombres, otras mujeres y niños y niñas que no te importan porque no son tuyos. A ti solo te importa la nena. Os han hecho pasar a una habitación con un ventanal cerrado. El policía ha golpeado el cristal y un tramoyista ha descorrido el telón. Era un médico [lo sabes porque llevaba un pijama verde y una bata blanca]. La has observado, incrédula. La nena está muerta. La has vuelto a mirar para asegurarte, como ha hecho con vosotros el taxista. Era ella pero no era ella. Tú tampoco eras tú. La han despojado de todo, de los zapatos de tacos altos, del pintalabios, del maquillaje, de la ropa interior, del vestido azul con flores blancas, blanco con flores azules. Lo único que ahora cubre su desnudez es un sudario de algodón rígido. Has recorrido cada uno de sus pliegues hasta reducirlo a un rectángulo, todo para evitar mirarla. Lo has hecho una, dos, tres veces buscando un nuevo modo de doblar la sábana, más rápido, más eficaz. Eso es lo que haces todos los días en el trabajo, doblar sábanas, plancharlas, hacer camas. La costumbre [un acto inconsciente] ha tratado de imponerse al horror para salvarte, para liberarte de pensar en ese cuerpo despojado de todo lo que tuvo un día; en que la nena ya no es, en que la nena ya no será más. Has sentido entonces la nada más absoluta; la de la nena, la de la extraña que como tú mira a través de ese aparador que expone la muerte, la tuya mientras el forense y el policía esperaban tu confirmación. No la han pedido. Han esperado con las manos cruzadas al frente uno, con los brazos a la espalda el otro. Pero tú te has negado a reconocerla. No porque no fuera ella. Es ella. Es la nena. La nena está muerta. Es su rostro, son sus cejas, es su nariz, es su boca. Es suya la mano que asoma por debajo del sudario de almidón, la de la muñeca con el tatuaje del ojal de una cerradura que ya nadie abrirá. Es ella. Has velado su descanso decenas de veces, como ahora, que también parece dormir, aunque la quietud de sus músculos y la ausencia de rubor en sus mejillas le han dejado una expresión vaga, un gesto impreciso. «La nena ya no es más que un contenedor vacío», has pensado. El médico y el policía han vuelto a mirarte como si la palabra final solo te correspondiera a ti, a quien le dio la vida que alguien, aún no sabes quién, aún no sabes por qué, ha decidido quitarle. Tampoco te han apremiado esta vez. Tú has permanecido callada. Te has vuelto a negar a reconocerla porque sabes que hacerlo supondrá verificar de un modo definitivo tu demolición, la del mundo en el que habitas. Te vienen a la cabeza las palabras del Señor, «Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros [Juan 1:14]», y piensas que si no lo dices, que si no conjuras la verdad, la nena estará en otro lugar, quizás en su habitación, dormida sobre su cama. Por eso callas. «No lo digas, Soledad.» «No pronuncies las palabras.» Hasta que tu marido [que no te oye, que jamás te ha escuchado] ha decidido romper el silencio. «No lo digas.» Ha dicho: «¿Qué le han hecho a mi niña?» «¿Qué te han hecho?» «¡Qué te han hecho!» Su voz ha abierto la puerta a una rabia que [aún no lo sabes] va a acabar ocupando cada célula de tu cuerpo hasta convertirse en tumor, en un cáncer cuya metástasis transportará el veneno a cada uno de tus órganos. Tu marido ha girado la cabeza. Le has devuelto la mirada buscando algo a lo que aferrarte porque hace rato que las planchas de linóleo del suelo han dejado de sostenerte. Pero lo único que has encontrado en su rostro es desprecio; asco en esos labios fruncidos que muestran una fila superior de dientes sucios; asco en sus cejas arqueadas, en sus pómulos alzados, en su nariz contrita. Y justo entonces, sus ojos te lo han dicho por primera vez: «Es culpa tuya.»
El protagonista es el propio narrador, que está condenado a la soledad, el frío y el hambre en una celda por la inquisición española. El hombre, con el cuerpo atado, ve como baja lentamente un péndulo con una navaja en el extremo hacia él, lo que anuncia su muerte cercana. 2b1af7f3a8